Historia novelada.
Era Josefa Miguel una cuarentona que conservaba aun parte de la lozanía que tuvo antaño. Había nacido en la alquería de Santa Ana de Pusa donde vivía junto a su esposo Ambrosio Rodríguez Jurado, hombre bueno, a quien conoció en las idas y venidas, desde su San Bartolomé a los molinos de Pusa.
No quiso Dios que el matrimonio tuviera hijos y por ello Josefa empezó a acercarse más a Dios que a su marido, ocupado éste en las labores de la labranza.
En esa época estaba como teniente cura de la parroquia de Santa Ana, jurisdicción de la iglesia de San Martín de Pusa, Don Juan Martín de Eugenio natural de Cebolla y capellán de la iglesia de Mañosa, de sesenta y cuatro años, quienes le conocieron les describieron de la siguiente forma; era bajito, regordete, de ojos azules y mirar torcido, muy querido en la localidad, si bien su sabiduría no era mucha, pues a duras penas sabía leer sus datos personales.
Parece ser que, entre misas y rosarios, Don Juan cuando se encontraba solo, empezó a llamar a Josefa a la casa parroquial, al principio Josefa acudía buscando servir al ministro de Dios en la Tierra, pero en este caso, el ministro quería tratar con Josefa asuntos no relacionados con su ministerio divino, más bien eran de naturaleza humana; que si unas palabras amables, bonitas, una caricia, un tocamiento, etc, lo que se llamaban “tactos ilícitos” que era algo muy obsceno y muy mal visto, más entre una mujer casada y un párroco. No sabemos si Josefa accedía libremente a ello o era presionada por la autoridad que imponía la birreta eclesiástica.

Hacía dos años que era rara la semana que Josefa no acudía a las llamadas del teniente cura, lo que la empezó a incomodar en su conciencia espiritual, pues dentro de su natural ignorancia tenía el pesar de que lo sucedido en la casa parroquial no entraba dentro de la normal relación entre un cura y su feligresa. Con las mismas, comentó a Don Juan si no sería pecado la relación que ambos tenían, a lo que el teniente cura respondió, que mientras que no haya acto carnal no era pecado, aun así, Josefa no quedó tranquila y pidió confesión, el teniente cura volvió a decirla; “que ni era pecado, ni era ná”. Debieron ser días de mucho pesar para Josefa, culpabilizándose por su ingenuidad y por la obligación y dependencia que tenía del clérigo, después de mucho pensarlo, una mañana del mes de septiembre de 1775, dijo a su marido que marchaba a Navalmoral de Pusa a comprar un par de pucheros, pues los que tenía estaba llenos de lañas y ennegrecidos de tanta lumbre.
La legua larga que dista Santa Ana de Navalmoral, Josefa iba con una idea en la cabeza, confesarse en el Convento de los Capuchinos. Los frailes eran personas dadas al trabajo y a la oración con un raciocinio sosegado y pausado, que era lo que ella necesitaba.
Desde el cerrete de El Espartal se divisaba la majestuosidad del convento y la gran cerca de su fructífera huerta, envidia de más de un hortelano, no sabía muy bien Josefa como dirigirse a confesión en la iglesia conventual. Llamó a la puerta del convento nerviosa y temblorosa y pidió confesión. Apareció por una chirriante y estrecha puerta un fraile, quien con una educación que se confundía con dulzura, se dirigió a Josefa diciéndola: “Tranquilícese, mujer, sígame a la capilla y cuénteme”.
En la confianza que le dio el confesor, Josefa se explayó en contar con todo detalle la relación que tenía con el teniente cura, intentando quitarse de encima la culpabilidad que la perseguía desde el primer día.

Fray Bernardo de los Hinojosos, que así se llamaba el confesor, no salía de su asombro, y pidió licencia a Josefa para contar su testimonio al Comisionado del Tribunal de la Santa Inquisición de Pueblanueva, don Joseph Durán, a lo que ésta accedió.
Le fue imposible a Fray Bernardo ponerse en contacto con don Joseph Durán hasta pasado un mes, aunque le envió una carta contando lo ocurrido, a partir de la recepción de la misiva se puso en marcha una causa por mala doctrina y deshonestidad contra el clérigo Don Juan Martín de Eugenio por parte del Tribunal de la Inquisición de Toledo. Josefa que lo único que quería era descargar su conciencia, nunca pensó que el asunto fuera a llegar tan lejos, pero ya no había vuelta atrás y la suerte estaba echada.
Una vez recibida la carta de Don Joseph Duran en Toledo, el tribunal dictó unas directrices muy claras al Comisionado de Pueblanueva para comenzar la instrucción; se debía guardar secreto se todas las actuaciones, se tenía que interrogar al confesor, fray Bernardo de los Hinojosos, a la delatora Josefa Miguel y así mismo tenían que recabar información de cómo era el teniente cura y cual era la opinión que en Santa Ana se tenía de él.
Pronto a Josefa le llegó lo que tanto temía y que deseaba ocultar de las habladurías del pueblo, pues las pregoneras de siempre llevaban un tiempo sospechando que algo se estaba cociendo entre el cura y Josefa, pues su “relación” se había distanciado de forma repentina, al tener que declarar ante el Comisionado de la Inquisición, don Joseph Durán, quedó fría, inmóvil, pálida, pero su mente se aceleraba por momentos buscando como contar a su marido lo sucedido, confiaba en que por su bondad entendería que había sido engañada y fue el pesar su conciencia lo que la había hecho ir a confesar a Navalmoral.
Se pusieron en marcha los interrogatorios, que tuvieron lugar en el Convento los Capuchinos, por la discreción y la guarda de secreto que pedía el Santo Tribunal. Se nombró como notario a fray Mathias del Toro, padre capuchino del convento.
El nueve de julio se 1776, en una fría sala próxima a la sacristía de la iglesia conventual, se llamó a fray Bernardo de los Hinojosos, el padre Bernardo era un fraile bonachón de cincuenta y siete años de los cuales llevaba treinta y seis de fraile y a estas alturas por mucho Santo Tribunal que fuese, no le iban a desviarse ni un ápice en decir la verdad, por lo que sentarse ante el Comisionado de la Inquisición no le intimidaría en absoluto.

Fray Bernardo contó como en el mes de septiembre Josefa se acercó al convento a pedir confesión y después de confesarle lo acaecido con el teniente cura, le dio licencia para manifestar lo comentado, lo cual no pudo trasladar al Comisionado de la Inquisición de Pueblanueva por encontrarse enfermo, lo que hizo en el mes de octubre.
Al acabar la declaración de fray Bernardo, le tocó el turno a Josefa, se había levantado temprano y le había acompañado su marido hasta Navalmoral, en el polvoroso camino ni había mediado palabra entre ellos, la preocupación de Josefa por su situación y la disimulada vergüenza de Ambrosio, hacía de ellos la imagen de dos caminantes desconocidos. Fray Bernardo se cruzó con Josefa en el crucero de la iglesia, cuando ésta acababa de hacer la inclinación ante el Santísimo, el fraile, quien tenía un concepto de Josefa como buena mujer, cristiana, aunque algo inocente e inmadura, le dio ánimos y le dijo; Josefa no te salgas de la verdad.
Josefa, algo nerviosa y temblorosa se sentó ante una mesa en la que estaban Don Joseph Durán y fray Mathias del Toro y un crucifijo de marfil sobre una cruz negra al que bajaba la mirada por no encontrarse con las del instructor y el notario. La primera pregunta fue si recordaba haber dado licencia a algún confesor para que delatase al teniente cura de Santa Ana lo que Josefa contestó:
“… el año pasado de mil setecientos setenta y cinco en el mes de septiembre vino a confesarse al Convento de los Padres Capuchinos de esta villa de Navalmoral de Pusa y estando en la iglesia de dichos Padres llegó a un confesionario y confesándose con un religioso al que no había tratado nunca, lo que si sabe, porque dicho religioso de lo dijo, se llamaba fray Bernardo de los Hinojosos y tiene noticia la susodicha que dicho religioso es de vida ejemplar y que confesó se muy a su satisfacción quedando su conciencia quieta y sosegada con los grandes documentos que dicho confesor la dio…
A continuación, Josefa volvió a contar lo de los “tactos ilícitos” y que no habían llegado a copular, pues toda vez que como le decía el teniente cura si no se llegaba a la cópula no era pecado.
La inocencia de Josefa la llevó a ensalzar en demasía las virtudes del teniente cura, lo que a la postre tendría una gran incidencia en el proceso, pues declaró lo siguiente:
“…que deseaba y desea que por esta causa hace esta su declaración y no por odio ni mala voluntad que con dicho teniente tiene, pues antes bien le quiere y le estima y le desea todo bien, y fuera de lo que pasó con la que depone no tiene noticias que fuera con alguna otra persona haya hecho semejantes cosas, antes bien es un sacerdote de arreglada vida y buenas costumbres…”
El doce de julio de 1776, a las ocho de la mañana en el convento de Navalmoral, compareció nuevamente Josefa Miguel ante Joseph Duran, y los testigos los reverendos padre fray Gaspar del Fresno y fray Gerónimo de los Hinojosos, capuchinos del citado convento, quienes juraron guardar secreto, la fue recibido juramento y prometió decir la verdad. Josefa ya empezaba a estar cansada de tanto interrogatorio, y se arrepentía de haber dado autorización a padre Bernardo de los Hinojosos para denunciar el comportamiento del teniente cura, esta vez el trámite fue corto, apenas unos quince minutos, leyeron la declaración del día anterior y Josefa ratificó todo lo dicho, esperaba con ello finalizar de una vez con este tema.
Ahora la pelota estaba en el tejado de la Inquisición, mientras Josefa seguía yendo a los oficios religiosos, aunque percibía ciertas miradas entre desconfianza y distanciamiento por parte del teniente cura.
El verano fue duro para el Comisionado del Santo Oficio, Joseph Duran, quien estuvo muy enfermo, enfermedad que duró casi dos años, por lo que el traslado de las declaraciones a Toledo se demoró.
Pero la justicia, aunque lenta, seguía actuando y recibidas las declaraciones el Tribunal de Toledo, comunica en julio de 1778 a Joseph Durán que han de volver a interrogarla, para que, de forma más minuciosa, cuente como, cuando, donde, con que asiduidad, si antes de la confesión, si después, etc., tenía dichos tratos ilícitos con el teniente cura.
Las notificaciones, que llegaron a Josefa dos años después de sus primeros interrogatorios, la emplazaban de nuevo a pasar por el calvario de tener que volver al Convento de los Capuchinos, estaba cansada y harta, ahora que parecía que la tranquilidad volvía a su vida, que su marido había superado los malos tragos que pasó en su momento, nuevamente a enfrentarse a algo que ya daba casi por superado.
Volvió a coger el camino a Navalmoral acompañada de su marido, esta vez si hubo conversación en el camino, Ambrosio la aconsejaba que no dijera ni una palabra más, que se ratificara en todo lo dicho hace dos años y que intentara dar por cerrado el asunto. Así fue, el diecinueve de septiembre de 1778 a primera hora la volvieron a tomar declaración, el comisionado Don Joseph Durán y como notario Mathías del Toro, intentaron de todas formas sacar más detalles de las acusaciones al teniente cura pero Josefa, en un primer momento y tras la lectura de su declaración de 1776, dijo:
“… que todo era verdad y que no tenía nada que alterar, enmendar, ni quitar, porque todo era la verdad según consta en sus disposiciones…”
La presión del comisionado empezó a causar efecto cuando la preguntaron, si como había dicho en la declaración, el teniente cura le había dicho si los tactos ilícitos eran pecado, antes, durante o después de la Confesión, y entonces Josefa comenzó por una parte a disculpar al teniente cura, aunque por otra se mantenía y con más detalle de aquellas visitas a la casa parroquial;
“…que no hace memoria ni se acuerda si el tal Don Juan Martín de Eugenio, teniente cura en la alquería, si eran pecado o no eran pecado, porque siempre la parece a la que depone, que recibió buenos documentos y consejos y nunca en la Confesión la citó para su casa, ni tuvo actitud impura alguna, pues solo la citaba en su casa enviándola a llamar con cualquiera persona del lugar, en los días en que el ama del dicho teniente cura Don Juan Martín de Eugenio de la alquería, se iba fuera, a lavar la ropa al río o a otra parte donde se la ofrecía, llamaba a la que depone con el pretexto de que la necesitaba y luego era para dichos tratos ilícitos, sin que fuera en la Confesión ni el día antes, pues solían pasarse sin enviarla llamar unas veces ocho días otra tres semanas, …

A otro día Josefa tuvo que volver a ratificar su declaración, había mantenido la noche anterior una pequeña discusión con Ambrosio, pues pensaba que hubiera defendido en demasía al teniente cura, pues para él era un ser despreciable que se aprovechaba de su cargo y de los secretos de confesión para abusar de incautas mujeres. Nuevamente Josefa se ratificó y las pesquisas de instrucción estaban listas para ser enviadas al Tribunal de la Inquisición de Toledo.
El 27 de septiembre de 1778 Don Joseph Duran envía los interrogatorios, aprovechando para dar su opinión sobre los hechos, la cual ya la había dejado escrita en el margen de uno de los documentos, involucrando a fray Bernardo de los Hinojosos sobre la misma opinión acerca de Josefa Miguel.
La anotación al margen decía;
Josefa Miguel es una mujer que se la puede dar poco crédito en sus dichos y se la conoce apasionada por el teniente pues solo pretende más que llorar y sentir de que la pueda venir malestar, es lo que siento y lo firmo. Don Joseph Durán”.
El futuro del proceso parecía ya dictado desde Pueblanueva y con ello el inquisidor fiscal Santo Tribunal de la Inquisición de Toledo con fecha seis de noviembre de 1778 da por «suspendida la causa».
En la alquería de Santa Ana quedó Josefa con Ambrosio, viendo al teniente cura, sin que nadie les informara como había quedado la causa, aunque con la tranquilidad con la que Don Juan Martín de Eugenio seguía ejerciendo su ministerio, suponían que entre clérigos no se habían pisado la sotana.
FUENTES; La información para este artículo está tomada de; Proceso de fe de Juan Martín de Eugenio Signatura: INQUISICIÓN,70,Exp.18 AHN.
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